sábado, 24 de febrero de 2007

Cuando la soledad mata


Morir en soledad en nuestras sociedades.

Ciento nueve personas mayores de 65 han muerto en soledad en Madrid desde el comienzo de 2006 hasta hoy. Los mayores en París, Londres y el resto de grandes ciudades europeas han tenido suertes similares, especialmente en las épocas de calor que asaltan a personas desprevenidas y desorientadas por la falta de contacto humano.
Los seres humanos nos enfrentaremos a nuestra muerte en algún momento de nuestra vida. Pero duele pensar en una agonía que no tuvo respuesta hasta la muerte y en que un cuerpo haya sido hallado días y a veces meses más tarde por el ladrido incesante de un perro, por el ruido de la televisión o por el fuerte olor a descomposición.
Un profesor de idiomas preguntó a sus alumnos: “¿Cuál es el momento que determina la entrada de una persona a la vejez?” Uno de ellos respondió en su francés recién aprendido que “cuando deja de trabajar”. Esta respuesta refleja el modelo social de hoy en Europa, y en el mundo desarrollado, que convierte la vejez en un golpe repentino y no en un proceso que se da a lo largo de los años y que en cada persona se manifiesta de forma distinta.
La arbitrariedad de una cuestión laboral determina el tipo de vida que llevará una persona a partir de cierta edad. Parece como si las generaciones jóvenes presionaran para que estas personas cobren una pensión sin “molestar” a nadie mientras evaden su soledad frente al televisor que no dejará de decirles que sólo caben en esta sociedad la juventud y la belleza. Quizá no sea la persona quien apague ese televisor, sino que lo haga la policía, los servicios médicos o los forenses.
Las personas jubiladas tienen aún mucho que ofrecer a la sociedad. En Italia, un hombre joven encontró hace unos días a su abuelo congelado en la nevera del sótano de la casa donde murió hace siete años. El padre de este joven fingió llevar al abuelo a una residencia en otra ciudad para que se “curara” y lo congeló para no dejar de recibir la pensión mensual.
El sentido del vivir se pierde cuando las personas se convierten en medios para alcanzar un fin. Así pasa con todas las ideologías. Como el socialismo real que utilizó al hombre como herramienta para llevar a todo el mundo la revolución bolchevique. La nueva aurora nunca se asomó por el agotamiento de los pueblos oprimidos por un nuevo tirano. Hoy se trata de otra tiranía que tiene como fin producir cuanto más mejor para que las personas consuman más y sean reconocidas en función de lo que tienen.
Los países del Norte han exportado al Sur su modelo de consumo. Antes de que imiten también sus valores, conviene reafirmar el valor que se le da desde antaño a la figura del mayor como fuente de sabiduría. En algunos países de África, la muerte de un mayor se vive como se vivió el incendio de la biblioteca de Alejandría, porque deja de existir una fuente y un transmisor de saber y de valores.
La colonización consistió en decirles a los pueblos conquistados cómo tenían que vivir. Hoy, el Sur puede responder a países como España, que es la octava economía mundial, un Estado de Derecho con cuatro pilares y una sociedad de bienestar, que “una sociedad que no se ocupa de sus mayores está condenada al fracaso”, como explicó un concejal madrileño en protesta por la falta de recursos para las personas mayores.
Pero ni siquiera en el mundo desarrollado está todo perdido. Hay miles de voluntarios de organizaciones de la sociedad civil que han asumido un compromiso de participación ciudadana y de no idiotez (la falta de participación en lo público para los griegos de la antigüedad). Es posible comprometerse con una persona mayor para visitarla una vez a la semana en su casa, dar un paseo, acompañarla al médico, al banco o a cualquier otro sitio que sirva como excusa para compartir un rato y hablar. O para visitar a los enfermos que reciben menos visitas en los hospitales y que, en su mayoría, son personas mayores. Mientras el gobierno diseña y promueve leyes de pensiones y asistencia básica para estas personas, la sociedad civil debe despertar de su letargo para devolver al ser humano el único sentido del vivir: hacerlo para los demás.

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